jueves, 23 de marzo de 2017

Todo lo que trasciende

Cuando traspasé la puerta, la iglesia me pareció un sudario. Y un sudario era el que caía, descuidadamente, sobre el cuerpo de Jesús… Que estaba allí, ante mis ojos, muerto en cuerpo y vivo en espíritu. Un temblor recorrió mi frente y se negó a cegar mis ojos. Era la imagen de quien, pudiéndolo todo, aceptó quedarse desnudo, sin nada, para mostrar un camino que muy pocos, o ninguno, seguimos. Y me vinieron a la memoria aquellos versos que escribí sobre su entierro:

… Pasan túnicas de luto
bajo los murmullos,
sobre los arrullos
de sus colas negras y largas, fruto
del suave roce que va desgranando
las jaculatorias,
cascadas y norias
de la procesión. Pasan redoblando
los fúnebres silencios del tambor:
Santa Ana, Poniente,
Girón el doliente, caminos
lacerados de dolor…

Pero frente al altar no hay redobles fúnebres. Solo una pena que se siente dentro, muy dentro del alma y que es capaz de hablar sin palabras y de sujetar, desde el silencio, la misma emoción del Cristo en la cruz, del Jesús con la cruz a cuestas, del Dios que pide al padre en el huerto haga pasar tanta agonía… Y lo hace sabiendo que ya es tarde, que nada puede evitarse, que deberá beber el cáliz de su pasión hasta la última gota. Hasta esa  gota final que se adivina entre sus labios cuando, delante de todos nosotros, yace desamparado camino de su última morada. Avisa una carraca que suena a suspiro. Los cofrades se ordenan para acompañar y son cuatro de ellos quienes cargan sobre sus hombros el peso de un Dios hecho hombre y, como hombre, muerto por los hombres… En el camino del museo que le acogerá, oraciones cadenciosas nos van abriendo camino. Es una procesión escondida para evitar la lluvia, pero no evita que dentro de cada corazón caiga un diluvio de emociones que pasan, casi de puntillas, por entre las filas de quienes acompañamos la imagen. ¿Qué pasan?...

Me pasa la pena, el remordimiento
de haberte matado,
pecado a pecado…
Me pasa el dolor de verte sediento
de nuevas muertes y, en ellas, vivir
pues, de morir tanto,
vives en el canto
de cada criatura que sabe morir.

Las puertas del convento se abren ante el clamor de quienes lloramos. Y allí aparecen las mujeres que le cuidarán durante un año más. Sus lágrimas son el mejor ungüento para perfumar el cadáver… Y lo perfuman no solo con su llanto, también con su amor.

Que se convierte en cuidado un día si y otro también… Vuelven las plegarias a deslizarse entre nosotros y, en el salón convertido en panteón, todos rezamos, todos nos inclinamos ante ese Dios que quiso hacerse humano hasta en su final. Ese final en el que, mirándole tan solo, sentimos cómo se nos escapa el orgullo, la arrogancia para que sea la verdad quien nos haga humillar ante aquella imagen inigualable.

Yo también, Cristo Yacente,
con la pena atravesada
y el corazón encogido,
todo mi cuerpo una llaga,
inclino mi falso orgullo
y someto mi arrogancia,
me postro ante tu presencia
mientras de mis labios salta,
como un dardo, una oración
que sobrevuela y se clava
en el humo de los cirios
y el dintel de las ventanas…
Si es Dios mismo quien se humilla,
cómo yo no me humillara…

Depositado en el panteón que lo acogerá durante doce meses más, me recorre un temblor que disimulo uniéndome al salmo que se entona desde la fe. Y desde la fe, entiendo que no hay acto más intenso, ni más real, ni más sincero que ese acompañamiento, lejos del rumor de la calle, escapando de la lluvia, pero acogiéndonos al paraguas de su bondad infinita. Y es en ese momento, cuando la luz vuelve a hacerse, cuando desaparece la magia del amor por el amor, es el instante en el que comprendo todo lo que pasa, todo lo que me envuelve, porque todo lo que soy capaz de sentir pasa también por delante de mi como un fanal de luz infinito.

Me pasas tu, Señor,  y la simiente
de ese fértil grano
que cae de tu mano
abierta al perdón, Cristo Yacente.
Me pasa el cilicio de tu muerte,
pasa tu pasión
hecha oración
en la esperanza de volver a verte…

Ángel M. de Pablos

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